domingo, 11 de septiembre de 2011

Los guerreros del olvido

 
“Nosotros nacimos de la noche. En ella vivimos. Moriremos en ella. Pero la luz será mañana para los más, para todos aquellos que hoy lloran la noche, para quienes se niega el día, para quienes es regalo la muerte, para quienes está prohibida la vida. Para todos la luz. Para todos todo. Para nosotros el dolor y la angustia, para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros el futuro negado, para nosotros la dignidad insurrecta. Para nosotros nada”.  Manifiesto Zapatista en Náhuatl.
 
La luz de miel del atardecer empapa los rostros con su brisa, tibia; cae la tarde sobre el asfalto. Los guerreros del olvido miran el cielo, lo contemplan mientras arde al fondo de la calle. Ellos duermen al cobijo de la oscuridad, bajo los puentes; han sido marginados por una sociedad egoísta que les niega su identidad y su derecho a vivir la vida, son el rostro negado de nuestras raíces; la rebeldía, el coraje y las lágrimas que aparecen cuando la espalda no aguanta más látigos, cuando rueda por el piso el último diente que quedaba en pie, cuando aún sofocados sacan fuerza para cerrar los puños y levantarse sobre la mano opresora. Deambulan por la noche, son llevados por el viento, el olvidó los llamó los nadie, los sin nombre, son una máscara creada por el silencio y la melancolía: la contemplación eterna de una vida que se ha quedado suspendida en el tiempo. El silencio se consume en el aire tibia de la noche. Con miedo esperan el regreso del frío sudor de la madrugada, de sus bocas escapan los alientos a gasolina, las pieles desteñidas de colores metálicos brillan, los rostros son blancos, tan blancos de tanto maquillaje que nunca más deja el rostro, que no se va, que de tan claro, de repente se vuelve invisible, que junto a las quijadas adoloridas a fuerza de lanzar llamas, inflar globos y sonreír sin ganas, son ahora los vapores que se confunden con el relente, en esa oscuridad perpetua, sus rostros se han vuelto sus gritos de guerra. Sólo la noche conoce sus brazos golpeados, sus rostros: macilentos, escasos en carne y ávidos de tristeza. Corren, caminan, vuelan con el lazo de la pobreza atado bruscamente a las rodillas,  llenan de vida e historias los rincones grises y sórdidos de esta ciudad tan ausente, tan lúgubre, tan fría.
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Sobre los tersos hilos de plata va cayendo la tarde, el cabello sólo es movido por el tenue viento. Consuelo mira distraída, su mirada escarba con escrutinio el suelo. Mueve lenta y acompasadamente la pierna derecha, mira el ramo de rosas que resbaló de su mano y ahora yace en el piso; sobre su vestido cae una pequeña hoja redonda, levanta la vista y ve pasar a una pareja. Piensa en el tiempo que los separa, y en los días que se llevó un viento distante.
A la distancia la gente observa el velo blanco y los ojos color miel. Los guantes deshechos, grises, manchados por el polvo de los años. Los dientes brillan, bajo el delgado velo, en la oscuridad parcial que se crea bajo la pequeña y oxidada estructura metálica. La luz se cuela lenta, poco a poco se aproxima a su rostro, ella permanece quieta, aprieta los labios para calmar la sed; canta  para ocupar la quijada en algo y no sentir el frío del hambre. Sus ojos se han nublado viendo pasar el tiempo; impasible, sólo los cierra  cuando el sol los baña. Existe un mundo fuera de sí; dentro de su mente hay un inmenso campo de girasoles tan amarillos como los recuerdos, de rosas blancas creciendo junto a la ventana, de canarios, gorriones, golondrinas, palomas, arces, álamos, robles, mezquites; de hamacas invisibles mecidas por el silencio de la vida que se escapa, de sillas para tejer a las que ahora hombres desconocidos llegan a interrumpir su silencio, y esperan ahí hasta abordar extraños vagones.
Mira las ruedas de los autobuses aproximarse feroces sobre el asfalto, los perros esquivan los autos intentando rescatar unas migajas de pan tiradas sobre la calle; ella espera que alguno de esos extraños trenes llegue con dirección a ninguna parte. En el resquicio de la banqueta ve crecer una pequeña flor blanca, al inclinarse, las vértebras le  recuerdan que cada vez son más duras, las funestas voces del tiempo se cuelan por sus huesos, y como telúricas y convulsivas tormentas, hacen un eco de grietas sobre los huesos.
Anochece, el hotel de la calle nunca cierra. Mientras suspira, abre los labios. Espera el beso del viento, el abrazo de la noche. Quiere que la calle quede desierta, para soñarse en su mundo, en otra época, sentir el viento de su juventud: el cosquilleo que provocan los primeros roces entre las bocas. Entonces, camina, se mira en el reflejo de un escaparate de cristal, y ve su rostro aterciopelado, igual que hace treinta años, igual que aquella noche mojada de agosto en que sus besos coincidieron por última vez, en aquel lugar, en aquella lúgubre y aún modesta parada. Paula va caminando en medio de la calle, abre los brazos, la maraña plateada sale de su cabeza y flota como un gran árbol sobre el silencio insomne. Quiere desnudarse y correr; esperará a que el dorado de la mañana bese sus mejillas y su frente, que la gélida brisa llene su boca de la miel azul de sus recuerdos.
Intenta recordar, pero del recuerdo sólo quedan muchos ayeres y no se vislumbra ningún mañana. Su mirada y sus pasos se pierden cuando navega en este inmenso mar de asfalto y humo. Canta con los álamos, tiembla en silencio junto a ellos. Mira con asombro los grandes esqueletos que surgen como manos desesperadas del fondo de la tierra, silba viendo las hojas redondas que dibujan sombras fugaces en el concreto gris. Baila, sueña, respira. Sube al puente para sentir el aliento de otra vida, para recordar sus tardes en las playas, en las ciudades, las noches de verano en la casa gris. Entonces ve la vida y quisiera volver, pero al igual que la lozanía de su rostro, el tiempo borró las instrucciones para volver al principio; la humedad del recuerdo es tan efímera como la vida, y ahora queda poco: libros amarillos y borrosos de aquellas citadinas noches estivales,  mojados por el sudor exprimido de los cuerpos entre los rodillos de la pasión y la noche, en los compases que marcó el mar, cuando iba mojándolos con su vaho, cuando escurría desesperado sobre las manos, en la búsqueda de las simas de su cuerpo.
La noche galante le acaricia el cabello, la toma del brazo y la lleva a caminar entre la oscuridad infinita. El viento mece aquel vestido gris -alguna vez blanco-, el crepúsculo de amanecer dejó sus besos en las telas rasgadas. Las luces amarillas envuelven su cabello, la ciudad bufa arriba, abajo un hombre escupe una medusa de fuego que nada en el aire, que parece mirarla, que la llama. El río de luces la invita a volar, aquel mundo danza como un gran circo con sus luces de colores.
Las fábricas a lo lejos exhalan sus vapores, ennegrecen el viento. Las nubes parpadean y abren sus pupilas blanquecinas a gran velocidad. Los cables de electricidad se mecen violentados por el aire. El horizonte es rasgado por una línea blanca, la tierra retumba con estrépito. El viento llama. Sobre la gran avenida, los postes trazan una gran pista de aterrizaje. La tierra cruje, y se forman pequeños ríos en las calles. El granizo golpea el rostro.
Salta. El vestido queda atorado sobre el muro de contención, Paula abre los brazos, grita, comienza el vuelo, la última velada: ella y la noche. El cabello empapado cae sobre los ojos, las gotas de lluvia abofetean el rostro. Los brazos se balancean con lentitud, la gravedad hace que apenas rocen su cadera. Vuela como un gran ave gris que sale de las cenizas vetustas y olvidadas.
Hay un silencio que perturba, que duele, que se hace gelatinoso y flota en el aire, un silencio de esos que se pegan a la piel como la tristeza misma. Algunos perros pasan y huelen con extrañeza el cuerpo. Minutos después, los pequeños arroyos formados bajo la orilla de la acera llevarán junto a ella su viejo vestido.
“CELAYA, GTO.- Una mujer murió al resbalar la madrugada de ayer del puente vehicular situado en la avenida Irrigación. Los hechos sucedieron aproximadamente al filo de las tres de la mañana, cuando la hoy occisa cayó de la parte más alta del puente, situada casi a la altura del cruce con la Avenida Tecnológico. Según informó Sergio Guzmán Loera, trabajador de servicio médico forense en esta ciudad, se procedió a levantar el cadáver a las 6:15 am, después de que la Cruz Roja avisara que ya no podía hacer nada, puesto que el fuerte impacto contra el concreto, causó una muerte inmediata. No hubo testigos debido a la intensa lluvia que caía cuando sucedieron los trágicos hechos. Los primeros en dar reporte a las autoridades fueron un par de obreros que se dirigían a su trabajo; llama la atención que la mujer fue encontrada desnuda y con un viejo vestido de novia sobrepuesto. El cuerpo permanece sin identificar en las instalaciones del SEMEFO.”
La pequeña fotografía muestra unos pies resquebrajados por el tiempo, llenos de tierra y de olvido. Los titulares serán por demás absurdos y diversos: “Aparece cadáver con vestido de novia”, “Muerta y vestida de novia”.
Pocos sabrán entonces, que ella voló a su mundo. Que ahora mira la tarde desde el cielo,  ahora ya no espera la llegada de su amado. Están reunidos en un mundo que está muy lejos de aquí, lleno de medusas danzando por los aires en las calles, de silencios tan comunes que corresponden a tantos recuerdos, a tantas palabras, a otro tiempo, que poco a poco, al igual que el paso del tiempo, todos vamos olvidando.

viernes, 25 de febrero de 2011

Absoluto Silencio

“Reaparece después de veintitrés años, fue secuestrada”

Nejdra Nance, o Carlina White, nació un 31 de agosto. En la calle caía una brisa fresca que llenaba los árboles con anuncios provisorios de la llegada del otoño. Su padre, Thomas White, esperaba hundido en la tercera silla de la segunda fila de la sala de visitantes. Mientras examinaba las posibles formas que se creaban entre los espacios de las palabras del diario, saltó a sus ojos la fotografía de Clara Nance, la escritora que había sido todo un éxito en ventas en Europa. La sección de cultura, exhibía, a toda plana, una reseña y una pequeña galería de fotos de la presentación de su ópera prima: una novela llamada “la tarde del secuestro”. Clara aparecía en el extremo inferior de la plana, sosteniendo su libro, sonriente. Su vestido de flores grises, se ondulaba en la curva de su vientre abultado. Al final de la reseña, la escritora anunciaba que su ya próxima hija llevaría por nombre Nejdra, en honor de quien la enseñó a leer: su abuela.
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Elizabeth Kafter, conoció a Thomas White una mañana del remoto invierno de 1980, mientras mataba las horas libres de la universidad paseando por el parque; le resultó curioso ver a un hombre soplando un pequeño pastel, que sustituía las tradicionales velas de cera por pequeños y delgados cigarrillos de menta. Ella se aproximó a pedirle fuego; hablaron un par de horas; no volvió a clases ese día, comieron juntos, olvidaron el pastel en la banca del parque y fundieron sus vidas en el calor de las noches de guerras, cuyos únicos armamentos eran sus cuerpos desnudos.
La vida después, fue convulsa, a veces complicada, pero siempre feliz. Conocieron la dureza del concreto en los ladridos de sus estómagos vacíos,  aprendieron a resistir todas las mañanas donde no había café, ni tampoco cama; las mañanas en las que su único alimento eran los besos, y la esperanza de algo mejor.
La tía Carline –como la llamaron-, les dio empleo a los White en el viejo almacén de la calle 32. Su esposo, el teniente Rockefeller, había servido en Vietnam; Carline siempre lo esperó, nunca volvió a hacer una vida, sus únicos hijos fueron putativos: Thomas y Elizabeth.  
El 29 de agosto de 1987, murió la tía Carline a causa de un paro cardiaco. Los médicos dijeron que no sufrió, que sólo quedó dormida. En la sala de velación, los veteranos que combatieron al lado del viejo teniente Rockefeller la recordaban en sus años de juventud. Carline Pompozzi era originaria de Italia, llegó a Norteamérica en la década de los cincuentas, y desde aquella tarde de  nubes doradas en que zarpó, sus padres jamás volvieron a saber nada de ella.
Los White sólo tenían la pequeña cama en el ático del almacén, y un pequeño fondo de ahorro que Carline prometió.  Los veteranos marcharon aquella tarde como las nubes al caer el sol; el féretro fue enterrado en absoluto silencio, roto en instantes con las lágrimas de los White rompiendo  la tierra.
Al final, sólo quedó un hombre de cabello canoso y de acento italiano. Se presentó como el abogado de Carline Pompozzi, dijo necesitar unas firmas para poder validar el testamento. El almacén y la casona de la calle 32, ahora eran propiedad de los White. El almacén dejó de ser el “almacén 32”, lo rebautizaron como “almacen Carlozzi”, lo cual, era un juego de palabras hecho con el nombre de Carline y el apellido Pompozzi.
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Clara Nance, pagó por adelantado los $5,000 dólares que había acordado dar al policía alcohólico extrabajador del hospital de Harlem. Le dio $2,000 extras para que se largara del país, y no se pudiera sospechar nada al respecto. Ese día, almorzó, como siempre los panes tostados con mantequilla de maní, el jugo de naranja que venía en una caja idéntica a la de la leche y que además, en la parte trasera, tenía fotos de niños desaparecidos. Clara ignoró por completo el detalle. Caminó a su estudio y terminó el capítulo final de su novela. Escribió al editor, avisando que le enviaría el legajo de hojas por correo, ya que tendría que salir del país los próximos dos meses.
Se probó el vestido rosa, revisó que la cofia estuviera dentro de la pequeña bolsa de mano, junto con el par de zapatillas blancas y el cubrebocas. Tomó un taxi, pidió que se le dejara en la calle 29, revisó la falsa identificación que la acreditaba como trabajadora de limpieza. Y echó a andar entre los vientos tristes de la mañana. Entró por la puerta trasera, vestida de civil; tuvo la precaución de llevar un pañuelo y fingir que tosía para despistar las cámaras de seguridad. Se vistió de enfermera en el cuarto de escobas.
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Lo último que vio Elizabeth antes de entrar al quirófano, fueron las manos de Thomas soltándose con lentitud de las suyas. Desde pequeña había tenido siempre pavor por los hospitales, y cerró los ojos antes de cruzar la puerta de la sala de cirugías. La anestesia le hizo olvidar lo demás, escuchó con vaguedad los sollozos de la pequeña Carline. Habrían de pasar veintisiete veranos y muchos agostos para que sus cuerpos volvieran a encontrarse. 


Irvin Estrada

jueves, 7 de octubre de 2010

Un sueño dentro de un sueño


A Nicole, por todos los sentimientos efímeros compartidos.

“Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido.” Rayuela, Julio Cortázar.

Se detuvo en seco y recapacitó sus posibilidades. Volver sobre sus pasos hubiera sido más que una equivocación, sin embargo, su curiosidad le secuestró el cerebro. Muchas interrogantes le hicieron creer que si regresaba, su vida tornaría de manera distinta. De todas formas, ella estaría ahí. Cincuenta años después, seguir adelante era lo más fácil de esa mañana gris.
Apuró su café y dobló el diario, prendió un cigarro para sentirse vivo. Se levantó de la mesa. Caminó por el pasillo principal del pequeño café. Cambió el cigarro de mano. Pagó el almuerzo y el café extra que le llevaría a ella, quería ahora, cumplir la promesa de tomarlo juntos, en el parque. Consultó su reloj de bolsillo y siguió caminando hasta salir del lugar. Le resultó molesto el exceso de silencio. Su vieja muleta no tenía las gomas de la parte inferior y al caminar, producía un toc toc, estridente que sumado a la incomodidad de los zapatos de charol, lo hacía caminar más tumbado que de costumbre.
Recordó que la abuela Margot, alguna vez le dijo, algo que la vida no te perdona es volver sobre tus pasos; volver a cometer las mismas erratas. Se avergonzó de su posición dubitativa y tomó la determinación de seguir hacia delante. Ganarás lo que tengas que ganar, y perderás lo que tengas que perder, musitó para sí. En la calle, la mañana estaba inundada de ruidos. Todos caminaban de allá hacía acá y viceversa. Alzó la mirada, buscó como otras tantas veces una escena con la cual distraerse. Caminó cuadras y más cuadras escuchando el toc toc. Sólo quería llegar, buscar entre la gente, y encontrar la imagen que le recordara el sitio de sus recuerdos.
Faltaban veinte minutos para su encuentro, se preguntaba cómo serían sus rostros. Si acaso ella tendría aún aquellos labios abullonados, y aquella sonrisa blanca como la luna. Luego, rio de sí mismo al ver su reflejo en un charco. Su cabello blanquísimo se confundió con un par de nubes. Se apoyó en su muleta de madera. Buscó sombra y se sentó en una banca del parque, acomodándose sobre su lado izquierdo, buscando disimular un poco el desnivel que le producía la prótesis. Encendió otro cigarro. Vio a dos niños correr de la mano. Luego, le vino el recuerdo de su vida al lado de Julieta. Volvió a saborear el café de la mañana y el negro oscurísimo de sus noches de pasión y desvelo.
Cayó profundamente dormido. Recordó la llegada de los aviones al campo de batalla. Recordó también como el cielo negro de la madrugada se iluminó de un rojo infernal que le aceleró el corazón hasta la disnea, después sólo fue correr, correr y correr con las explosiones tras de sí. En ese momento no pensó en Julieta, lo único que quería era estar a salvo de ese infierno. Corrió como se lo permitieron sus pequeñas piernas, de pronto, todo se hizo oscuro. Luego no supo nada. Abrió los ojos en un campamento de la Cruz Roja, donde a su alrededor, todos hablaban un idioma que no era el suyo, o si lo era estaba demasiado distorsionado. El olor a alcohol y desinfectante le abrió los pulmones y ahí mismo, en ese pandemónium, lloró de tristeza, incertidumbre e impotencia por no saber qué había sido de Julieta.
El dolor de la pierna era insoportable, sufría el síndrome del miembro fantasma. Su extremidad derecha yacía despedazada en algún lugar de aquel campo. Al tratar de incorporarse, el dolor se acentuó, vio la realidad, pero no lo entendió. Era joven y no lograba comprenderlo. Por qué dolía tanto; qué parte de qué y por qué. El uniforme, la mochila y los anteojos estaban a un lado. Él, sólo llevaba encima el calzoncillo y la camiseta que siempre solía usar. Vio una aguja que era el fin de la línea de un suero ámbar, clavada en su brazo derecho. En su pierna izquierda, un muñón. Mucha sangre haciendo negras las vendas ya de por sí sucias. Vio dos pequeños cuerpos inmóviles a la orilla de la pequeña puerta. Escuchó explosiones ahogadas a lo lejos, gritos de mujeres confundiéndose entre gemidos de dolor.
Mamá, Andrés, Emilio, María… los nombres de los ausentes rompían el silencio, y al final se escuchaba su grito sumándose: Julieta. Todas las palabras ahogándose en la inconsciencia provocada a golpes, o por el dolor profundo provocado por las heridas. Esencia de alcohol flotando en el aire, ojalá fuera un bar. Y si así fuera, ojalá los gemidos fueran de placer. Comenzó un largo zumbido, aún más fuerte que todos los anteriores. Asomó la cabeza por la puertecilla de tela y vio una bala de mortero aproximarse a menos de cien metros, luego la tierra avanzar, ruidosa y con estrépito hacia él. Volvió la oscuridad.
Estaba en esa guerra. Un ataque enemigo, mató a gran parte del pelotón, a él tuvieron que cortarle una pierna. Lo difícil fue aprender a usar las muletas, el nunca volver a ser el mismo. Noche a noche volver a soñar, recordar el momento. A veces la pierna se iba, a veces volvía. Pero Julieta siempre estaba ahí. Metiéndose en sus sueños, inquebrantable. Amanecía otra vez. Miró su cara de miedo en el espejo y no tuvo nada nuevo que decir, todas las noches soñaba lo mismo. Se limitaría, como todos los días, a escribir en una carta a Julieta cuál era el color de su blusa esta vez, a decirle cómo iban vestidos los niños que vio correr en el parque, antes del encuentro que también venía con los sueños, los nombres de las personas ausentes que se gritaban en el campamento. Todos los detalles que le quedaban de aquella experiencia terrible y violenta, que la arrancó de sus brazos, y a él, le arrancó la pierna.
Volvió a recostarse sobre la vieja cama. Comenzó a escuchar el toc toc, el mismo de sus sueños. Alguien llamaba a la puerta. Soy Julieta, dijo una voz suave y cansina. Quiso buscar sus gafas en el buró. Pero, la torpeza de recién haber despertado, le hizo tirar un recipiente que contenía algo caliente. También había papel sobre el buró. No recordaba haber dejado las cosas en ese lugar la noche anterior. Se puso las gafas y comenzó a escuchar otro zumbido prolongado. Volteó al piso y vio el café y el diario. Luego miró por la ventana. El zumbido seguía sonando, cada vez más fuerte. Un par de balas de mortero se acercaban a toda velocidad hacía su ventana.
Julieta siguió en la puerta, tocando, haciendo el toc toc.


Rafael R. Palacios
Adrián Suárez Solsona
Irvin I. Estrada Z.

sábado, 18 de septiembre de 2010

La Casa del Terror




Jóvenes, Niños, Hombres y Mujeres. Pasen a la casa del terror, conozcan a la mujer que por maldecir a Dios tiene tres ojos; vean ala mujer embrujada que se volvió araña y camina por las paredes; conozcan al mismísimo Drácula dentro de su celda. 
Pasen, pasen a la parte más terrorífica del parque. Sólo veinte pesos, pasen, pasen.
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Falta el foco del lado derecho del letrero que dice: “¿Olvida ud. algo?”, lo sé porque lo he visto de día, pero ya entrada la noche y con las luces apagadas sólo se ve “¿Olvida”.
Alguien también manchó el letrero del bote de basura; seguramente ,quiso encestar el helado y no atinó; como siempre, en vez de limpiar se unió al corredero de gente, y se fue sin decir más.
Lo bueno es que mi cama nadie la toca, ni quien se imagine que, en la celda en la que está el muñeco de Drácula hay una cama tan suave, cómoda y calientita, y que en el refrigerador en el que según guarda la sangre de sus víctimas, yo guardé tantas veces las gorditas que me daba “por si el hambre” doña Lupe.
Se vive a todo dar en el parque, desde que lo remodelaron, ya casi nadie viene. En el viejo cine sólo pasan unas cuantas películas, así que me puedo sentar a mis anchas, y reírme, carcajearme o hasta gritar sin que nadie me diga nada. Ya me sé de memoria casi todas las escenas. Y lo que no aprendí antes, lo he aprendido ahora. Ah, estos amores modernos ¡Qué ingenio que tienen los muchachos! Y ¡Qué habilidad en las manos! Uno se las ve agarrando la bolsa de las palomitas y con la otra abrazando a la muchacha en cuestión, que no le diremos novia, para no comprometerla, apenas bajan las luces para que empiece la película, y ya las manos se mueven desesperadas bajo las blusas, toqueteando esos cuerpos. Esos pechitos que apenas están floreando y ya los quieren cosechar.
Esos generadores de luz o como sea que se llamen hacen harto ruido, a puro zumbar se les va la noche. Tantos insomnios que me causaron. Pero eso pasaba antes, como todo, uno se acostumbra y a veces el mentado zumbido hasta me arrulla. Yo, desde que tengo memoria he vivido aquí, siempre he sido velador, pero me fui haciendo viejo. Y los años me fueron escribiendo una historia en los ojos, que perdieron el color por completo.
Recuerdo que caían los primeros fríos de invierno, yo andaba muy enfermo de una tos mal cuidada. Ve al hospital, me decía mi cuate Pánfilo, el policía. Pero como les dije, yo siempre he vivido aquí y nunca he salido, y salir para qué, si aquí tengo todo. Doña Lupe que fue la última vendedora de antojitos, siempre me procuró la comida, ella me daba la papa y yo le cuidaba sus comales y cazuelas en las noches, nunca faltaba el maldoso queriéndose robar algo. Pero nomás abría la jaula de los perros y escuchando los ladridos, los raterillos salían volados.
De la ropa y otros menesteres, era sólo cosa de darle dinero a Pánfilo y él me traía pantalones, camisas, chamarras, a según fuera necesitando. Hasta me trajo uno que otro lujito, unos calcetines de lana y una bufanda. Ahora sí, a dormir a gusto, le dije.
Todo pasó muy rápido, de aquella gripa sencillita que era puro toser, todo se fue complicando. Se me empezaron a engarruñar las manos, tosía mucho y a veces hasta con sangre; y por más tés de yerbabuena que me daba Doña Lupe, la mentada tos no daba paso pa’ tras. De repente ya no podía hablar, nomás me la pasaba tosiendo y todo me dolía.
Era Viernes trece, bien lo recuerdo porque en donde duermo, ahí en la casa del terror, los muchachos que vinieron en el día dejaron un basural y con todo y dolores me puse a limpiar y barrer. Cuando saqué la basura, Pánfilo seguía despierto jugando con el Rufo.
Mi señora llega mañana de su pueblo, para que te laves bien las manos y estrenes tus guantes… tu perro anda raro, anda aullando re feo como si tuviera harta tristeza. Pánfilo no esperó respuesta porque cuando yo quería responderle, sólo me salían ruidos extraños, no podía hilar palabra. Se fue a descansar  y yo hice lo mismo.
Y como según dijo doña Lupe, lo mejor era no hablar para componerse más rápido. Yo nomás decía sí o no con la cabeza, porque ella tenía su carácter y si uno no le hacía caso, se la cobraba poniéndole harto chile a la comida. Las señas nomás no se me daban, Pánfilo se atacaba de la risa cuando quería decirle algo “estás bailando o qué” me decía, por eso, pasadas las semanas nos acostumbramos. Yo a escuchar y él a no preguntarme mucho.
Me fui a acostar, pero por más gabanes que me eché encima, la tos nomás no me dejaba dormir, Rufo estaba en su petate, por un lado mío; me veía con sus ojitos tristes y me daba uno que otro lengüetazo en la mano que tenía cerca de la orilla de la cama, como para animarme. Se acostó por un lado mío y lo escuché aullar despacito, hasta que yo me quedé dormido.
Cuando me desperté el Rufo ya no estaba; no me extrañó, siempre en las mañanas se iba a corretear a las palomas en el jardín. Fui a enjuagarme la cara a los baños y cuando cruzaba por el patio saludé como siempre a doña Lupe, pero ella no me vio, o tal vez andaba de malas, aunque ella por más triste o enojada que estuviera, siempre tenía su sonrisota. Su mandil floreado no hacía juego con su vestido negro y por primera vez desde que la conocí, no traía sus listones colorados en las trenzas.
Me lavé la cara a las carreras porque aunque no tenía mucha hambre a doña Lupe no le gustaba tener que recalentar la comida y siempre nos amenazaba diciendo que si la hacíamos esperar nos olvidáramos del postre; y la verdad es que esos chongos zamoranos estaban para chuparse los dedos.
Me senté en la mesa de siempre; Pánfilo no estaba, cosa rara, porque siempre llegaba temprano. Nomás de lejitos lo vi en la entrada recibiendo a unos señores vestidos con batas blancas. Él también traía cara de tristeza, vi que el Rufo paraba la trompa, miraba  raro, y después volvía a aullar.
Doña Lupe también vio a los hombres. Se soltó llorando y cruzó el patio hacia la entrada, Pánfilo la abrazó, y entonces no aguanté más. Me encaminé también a la entrada a ver qué pasaba. Cuando pasé cerca de los comales no vi mi té de cada mañana, ni tampoco la cazuela de los chilaquiles.
Los fulanos estos, se metieron a la casa del terror, ahí fue cuando de verdad me preocupé; yo había dejado todo en orden. Me paré por un lado de Pánfilo y Lupe, sin voltearlos a ver, y ellos a mí tampoco. Los hombres de blanco salieron cargando una camilla pero no pude ver lo que llevaban, porque una sábana lo tapaba todo.
El Rufo les ladraba y les enseñaba sus poquitos dientes a los hombres que cargaban la camilla, ya estaba viejo y no se llevaba con los otros perros del parque, pero para ladrar y espantar, nadie como él. Los hombres siguieron caminando con la camilla a cuestas, el sol apenas estaba pegando; casi llegando al final del patio, bajaron la camilla al piso y les preguntaron a Pánfilo y a Lupe:
-¿Alguien quiere verlo por última vez?
-Yo no –dijo Lupe, y se dejó caer sobre el hombro de Pánfilo, llorando otra vez
-Yo tengo algo que entregarle –dijo Pánfilo, y de entre su gastado chaleco de policía, sacó unos guantes de lana y los extendió hacia el cuerpo, lo descubrieron y ahí estaba.
Con la cara de angustia por la tos y los dolores de pecho, las arrugas que coleccionaban años, y la tristeza de un parque de diversiones en los ojos. Era yo.
Rufo se acercó y dio una última lamida sobre mi mejilla antes de que me taparan y me volvieran a cargar. Para llevarme a quién sabe dónde.
De eso que les cuento, hará unos diez años. Se me grabó porque nunca, en un cuarto de siglo de conocernos, había visto a Pánfilo llorar; ni cuando me contó que su niño de dos años se le moría en su casa porque no tenía dinero para internarlo en el hospital, ni para pagar doctor o medicinas. Tampoco a Doña Lupe, ni cuando su viejo prometiéndole una vida de lujos, se llevó los ahorros de toda su vida para irse al otro lado, y se lo regresaron tieso, y bien inflado por el sol del desierto.
A mi Rufo, el nuevo dueño del parque lo aventó a la calle, alegando que era un perro viejo y mugroso. No volví a ver a mi perrito, hasta que un día apareció siendo invisible, como yo.
Pánfilo habrá durado si al caso unos cinco años más, en todo ese tiempo, nunca le dieron el chaleco nuevo que siempre pidió; de la espalda pronto se le borraron las letras de policía y lo despidieron diciéndole que ya no era necesario, porque ahora iban a poner cámaras modernas. Lo malo es que las cámaras no cuentan historias, ni tampoco saben cuidar… a los dos meses robaron.
A doña Lupe la cambiaron por un restaurante que vende pollo frito y que ni de broma le llega a los chilaquiles y a los cafés de olla que ella nos cocinaba. Era su única entrada de dinero, puso su puesto por fuera del parque y le fue a todo dar, primero un local, luego otro local más grande y muchas sucursales. Por fin se le cumplió el sueño de tener su casita de dos pisos, la que su viejo le dejó tirada en el desierto.
A veces me visita, viene con sus nietecitos a la casa del terror, y siempre que ellos se espantan, los abraza y les cuenta de Don Álvaro, ese viejito miedoso que dormía en la celda de Drácula.
Así es la cosa, hay lugares en donde el miedo sólo es el reflejo de lo solos que estamos.
¿Tú tienes miedo?. Yo no, ¿verdad Rufo?
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Conozcan al niño de dos cabezas, a la mujer que tiene garras de tigre.
Pasen, pasen. Sólo hoy, veinte pesos.
F I N


12 de Agosto del 2010
Irvin Estrada

miércoles, 18 de agosto de 2010

Los herrajes de la Luna

Nos trae la noche, el reflejo nos hace tangibles
Se abre la puerta, se dibujan las manos abriéndonos las ropas
Te visto de desnudez, y me lames los ojos con tu silueta
Se besan por la ventana la noche y la luna
Conversan los pasos, de la piel sobre las sábanas
Grises y apenas visibles, están los dogmas:
Premonición de fuego, ausencia de tiempo.
Rechinan los herrajes del pudor,
Y al oírlos, se petrifica la noche.
El alma se nos escapa por los poros, y nos esculpe.
El roce corta, quema… después se vuelve caricia.
Tu piel me habla, me grita hasta matarme entre sensaciones
Instantáneamente te vuelves brisa que se mete en mis ojos
Se me nubla la noche, y se vuelven negros los rostros
Morimos, deslizándonos hacia el piso.
Después la alcantarilla, después la oscuridad
Entramos al agua, inmóviles y nos vemos en el cielo
Tú, tan blanca…
Yo, tan ausente.

viernes, 6 de agosto de 2010

Coronel Ulloa

Al Coronel Ulloa:

Los niños crecen y te preguntan cosas; qué les vas a decir, si siempre anduviste escondiendo la cabeza como avestruz. Qué cara vas a poner cuando te pregunten si tú hiciste algo por acabar la corrupción; y se te venga encima el recuerdo de tu amistad con el presidente municipal, el caballo pura sangre que le regalaste para que te diera el permiso de poner la cantina, que quebró durante la crisis y que cuando volviste a abrirla, no pasó más de un mes para que se agarraran a tiros los empresarios que sustituían maletines por botas, sombrero y pistola.

Después ya nadie quiso entrar, huele a muerto, decían.

Te dedicaste a ser policía y de ahí hiciste lo que tantos años te duró como fortuna; pero la impunidad de tus actos te cobró cuentas: amenazas a tu familia, un hijo muerto y otro casi acabado a puñaladas, esto hecho por los mismos que dijeron ser tus amigos y tantas veces te llenaron la cartera hasta que no cupo un peso más.
Fuiste presa también de tu nepotismo y malos manejos, cambió la administración y comenzaron a irse tus palancas, unos se fueron bajo tierra y otros a robar en mayor escala. El servicio médico siempre había sido malo, pero sin tus contactos, para ti era peor; eras un viejo decrépito en silla de ruedas, dejado así por una venganza. El verte gritar improperios, tirado en la escalera del hospital, insultando a todos los que estaban alrededor: a los camilleros que no respondieron al nombre de gatos, a mi madre por debilucha y a mí por enano, porque según tú te dejamos caer; lo recordaste como el mayor insulto que te pudieron haber hecho, y no perdiste oportunidad para reprochárnoslo, para decirlos que éramos unos buenos para nada. Tuviste que acudir a médicos privados, pero tu enfermedad siguió avanzando. Aun estando impedido de cierto modo, seguiste haciendo de las tuyas; al Coronel Ulloa nadie le iba a hacer nada, nadie lo iba a detener, así tuviera sólo una mano para defenderse, decías mientras paseabas el pulgar sobre el gatillo de la .45 a la que llamaste “el boleto al otro mundo”. Lograste ganar respeto en tu trabajo, aprovechándote de los débiles, de los descuidos de los demás; aun de los que en tus inicios te enseñaron cómo se hacían las cosas y te brindaron una mano amiga, que después pisoteaste en tu ascenso.
El círculo de los que considerabas tus amigos, siempre te vio tras la sonrisa fingida que tenían que darte si no querían perder el trabajo, o recibir misteriosos descuentos en el cheque con los cuales te cobrabas su falta de educación.

El respeto lo confundiste con miedo; en tu casa, apenas levantar el brazo derecho frente a quién fuera era motivo para que casi se pusieran de rodillas. Restaurantes caros y el mejor vino para disfrazar las vejaciones y los golpes. “Tengan dinero; cuánto quieres; yo trabajo para que no te falte nada; si te pego es porque te quiero”.
Y después a lavarte las manos por tus propios actos, cuando alguno de mis hermanos tuvo el valor de decirte tus verdades. “Yo no le pegué a tu mamá, estábamos jugando; Los mataron por pendejos, no por mi culpa; esa mocosa irrespetuosa andaba de loca, por eso le metía sus madrazos, da de gracias mujer, que no anda de puta; viste cómo llegó ayer, segurito andaba drogada, menos mal que a golpes se le bajó la chingadera que traía encima.”
Tu mujer, la misma que alguna vez te inspiró amor, se volvió tu saco de boxeo; la sonrisa se le desfiguró con la furia de tu puño derecho; los ojos claros se le ofuscaron a color violeta y eliminaste todo rastro de su personalidad. “No salgas así, pareces piruja, qué va a pensar la gente, ésta es una casa decente, así no sales”
Quisiste ver a tus nietos, como siempre, siendo grosero y maleducado; tus hijos se largaron del país para no volverte a ver la cara y la única vez que te llamaron, creyendo que habías cambiado; respondiste como siempre, “hasta que se dignan a llamar, inútiles, después de que tantos años los mantuve”; sólo escuchaste un pausado y monótono timbre, ya no éramos los niños que podías humillar.
Tu mujer murió después de una golpiza que le propinaste por llegar tarde de ver a su mamá, nadie dudó ni cuestionó tu versión de los hechos; quién osaría negar la palabra del coronel Ulloa, quién tendría el atrevimiento de tachar de violento a aquel hombre tan devoto que todos los Domingos estaba en primera fila en misa y que era tan bueno… en apariencia.

Hoy, me escuchas decir esto. Aunque no lo creas estoy viéndote de frente y no tengo miedo a que me des una guantada por irrespetuoso; ya no puedes hacer nada, no podrás abofetearme, ni darme cinturonazos en la espalda por no obedecer tus órdenes al pie de la letra.
Soy el único que quiso verte, para asegurarse de que esto era verdad y no era alguno de tus inventos para hacernos venir y luego corrernos con ese mal carácter tuyo, que siempre era “por nuestro bien”.
La capilla de velación está desierta, sólo estoy yo, leyéndote esto. Sé que estarás riéndote en alguna parte, “escritor pendejo, qué vas a escribir, cuentitos de princesas”.
Dejo esto y me voy, tengo que seguir haciendo mi trabajo de escribir cuentos de princesitas; nadie quiere tu herencia, todos mis hermanos quieren quitarse ese peso de encima, lo donamos a lo que siempre fue tu adoración: la iglesia. Por cierto, tus nietos, los hijos de Camila ya aprendieron a hablar, la niña pequeña dice que quiere ser bailarina, y el más grande dice que quiere ser policía. Estamos pensando en la mejor forma de quitarle esa mala idea, por su bien.

Vamos a hablarle de su abuelo.

jueves, 15 de julio de 2010

Máscaras


Máscaras



Nubes moteadas como piel de Jaguar
Rasgada en edificios y rascacielos, sangra
Negra y violácea la mañana, teñida en ámbar
En rojo fuego el cielo, huele a sueños mojados.

Ríos de multitudes púrpuras
Águilas enmascaradas, caminando de asfalto
Máscaras que llegan hasta los huesos
De jade, de tierra y de cantera.

Se arrastran, olvidaron volar
Se lamentan, se confunden: se niegan
Se arrancan los ojos para no verse al espejo
Hoy ya no lloran, ya no aman.

Sólo tragan saliva, escondidos tras su muralla de silencio.
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 Al maestro Octavio Paz, inspirado en su ensayo "máscaras mexicanas".