jueves, 7 de octubre de 2010

Un sueño dentro de un sueño


A Nicole, por todos los sentimientos efímeros compartidos.

“Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido.” Rayuela, Julio Cortázar.

Se detuvo en seco y recapacitó sus posibilidades. Volver sobre sus pasos hubiera sido más que una equivocación, sin embargo, su curiosidad le secuestró el cerebro. Muchas interrogantes le hicieron creer que si regresaba, su vida tornaría de manera distinta. De todas formas, ella estaría ahí. Cincuenta años después, seguir adelante era lo más fácil de esa mañana gris.
Apuró su café y dobló el diario, prendió un cigarro para sentirse vivo. Se levantó de la mesa. Caminó por el pasillo principal del pequeño café. Cambió el cigarro de mano. Pagó el almuerzo y el café extra que le llevaría a ella, quería ahora, cumplir la promesa de tomarlo juntos, en el parque. Consultó su reloj de bolsillo y siguió caminando hasta salir del lugar. Le resultó molesto el exceso de silencio. Su vieja muleta no tenía las gomas de la parte inferior y al caminar, producía un toc toc, estridente que sumado a la incomodidad de los zapatos de charol, lo hacía caminar más tumbado que de costumbre.
Recordó que la abuela Margot, alguna vez le dijo, algo que la vida no te perdona es volver sobre tus pasos; volver a cometer las mismas erratas. Se avergonzó de su posición dubitativa y tomó la determinación de seguir hacia delante. Ganarás lo que tengas que ganar, y perderás lo que tengas que perder, musitó para sí. En la calle, la mañana estaba inundada de ruidos. Todos caminaban de allá hacía acá y viceversa. Alzó la mirada, buscó como otras tantas veces una escena con la cual distraerse. Caminó cuadras y más cuadras escuchando el toc toc. Sólo quería llegar, buscar entre la gente, y encontrar la imagen que le recordara el sitio de sus recuerdos.
Faltaban veinte minutos para su encuentro, se preguntaba cómo serían sus rostros. Si acaso ella tendría aún aquellos labios abullonados, y aquella sonrisa blanca como la luna. Luego, rio de sí mismo al ver su reflejo en un charco. Su cabello blanquísimo se confundió con un par de nubes. Se apoyó en su muleta de madera. Buscó sombra y se sentó en una banca del parque, acomodándose sobre su lado izquierdo, buscando disimular un poco el desnivel que le producía la prótesis. Encendió otro cigarro. Vio a dos niños correr de la mano. Luego, le vino el recuerdo de su vida al lado de Julieta. Volvió a saborear el café de la mañana y el negro oscurísimo de sus noches de pasión y desvelo.
Cayó profundamente dormido. Recordó la llegada de los aviones al campo de batalla. Recordó también como el cielo negro de la madrugada se iluminó de un rojo infernal que le aceleró el corazón hasta la disnea, después sólo fue correr, correr y correr con las explosiones tras de sí. En ese momento no pensó en Julieta, lo único que quería era estar a salvo de ese infierno. Corrió como se lo permitieron sus pequeñas piernas, de pronto, todo se hizo oscuro. Luego no supo nada. Abrió los ojos en un campamento de la Cruz Roja, donde a su alrededor, todos hablaban un idioma que no era el suyo, o si lo era estaba demasiado distorsionado. El olor a alcohol y desinfectante le abrió los pulmones y ahí mismo, en ese pandemónium, lloró de tristeza, incertidumbre e impotencia por no saber qué había sido de Julieta.
El dolor de la pierna era insoportable, sufría el síndrome del miembro fantasma. Su extremidad derecha yacía despedazada en algún lugar de aquel campo. Al tratar de incorporarse, el dolor se acentuó, vio la realidad, pero no lo entendió. Era joven y no lograba comprenderlo. Por qué dolía tanto; qué parte de qué y por qué. El uniforme, la mochila y los anteojos estaban a un lado. Él, sólo llevaba encima el calzoncillo y la camiseta que siempre solía usar. Vio una aguja que era el fin de la línea de un suero ámbar, clavada en su brazo derecho. En su pierna izquierda, un muñón. Mucha sangre haciendo negras las vendas ya de por sí sucias. Vio dos pequeños cuerpos inmóviles a la orilla de la pequeña puerta. Escuchó explosiones ahogadas a lo lejos, gritos de mujeres confundiéndose entre gemidos de dolor.
Mamá, Andrés, Emilio, María… los nombres de los ausentes rompían el silencio, y al final se escuchaba su grito sumándose: Julieta. Todas las palabras ahogándose en la inconsciencia provocada a golpes, o por el dolor profundo provocado por las heridas. Esencia de alcohol flotando en el aire, ojalá fuera un bar. Y si así fuera, ojalá los gemidos fueran de placer. Comenzó un largo zumbido, aún más fuerte que todos los anteriores. Asomó la cabeza por la puertecilla de tela y vio una bala de mortero aproximarse a menos de cien metros, luego la tierra avanzar, ruidosa y con estrépito hacia él. Volvió la oscuridad.
Estaba en esa guerra. Un ataque enemigo, mató a gran parte del pelotón, a él tuvieron que cortarle una pierna. Lo difícil fue aprender a usar las muletas, el nunca volver a ser el mismo. Noche a noche volver a soñar, recordar el momento. A veces la pierna se iba, a veces volvía. Pero Julieta siempre estaba ahí. Metiéndose en sus sueños, inquebrantable. Amanecía otra vez. Miró su cara de miedo en el espejo y no tuvo nada nuevo que decir, todas las noches soñaba lo mismo. Se limitaría, como todos los días, a escribir en una carta a Julieta cuál era el color de su blusa esta vez, a decirle cómo iban vestidos los niños que vio correr en el parque, antes del encuentro que también venía con los sueños, los nombres de las personas ausentes que se gritaban en el campamento. Todos los detalles que le quedaban de aquella experiencia terrible y violenta, que la arrancó de sus brazos, y a él, le arrancó la pierna.
Volvió a recostarse sobre la vieja cama. Comenzó a escuchar el toc toc, el mismo de sus sueños. Alguien llamaba a la puerta. Soy Julieta, dijo una voz suave y cansina. Quiso buscar sus gafas en el buró. Pero, la torpeza de recién haber despertado, le hizo tirar un recipiente que contenía algo caliente. También había papel sobre el buró. No recordaba haber dejado las cosas en ese lugar la noche anterior. Se puso las gafas y comenzó a escuchar otro zumbido prolongado. Volteó al piso y vio el café y el diario. Luego miró por la ventana. El zumbido seguía sonando, cada vez más fuerte. Un par de balas de mortero se acercaban a toda velocidad hacía su ventana.
Julieta siguió en la puerta, tocando, haciendo el toc toc.


Rafael R. Palacios
Adrián Suárez Solsona
Irvin I. Estrada Z.

No hay comentarios: