sábado, 18 de septiembre de 2010

La Casa del Terror




Jóvenes, Niños, Hombres y Mujeres. Pasen a la casa del terror, conozcan a la mujer que por maldecir a Dios tiene tres ojos; vean ala mujer embrujada que se volvió araña y camina por las paredes; conozcan al mismísimo Drácula dentro de su celda. 
Pasen, pasen a la parte más terrorífica del parque. Sólo veinte pesos, pasen, pasen.
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Falta el foco del lado derecho del letrero que dice: “¿Olvida ud. algo?”, lo sé porque lo he visto de día, pero ya entrada la noche y con las luces apagadas sólo se ve “¿Olvida”.
Alguien también manchó el letrero del bote de basura; seguramente ,quiso encestar el helado y no atinó; como siempre, en vez de limpiar se unió al corredero de gente, y se fue sin decir más.
Lo bueno es que mi cama nadie la toca, ni quien se imagine que, en la celda en la que está el muñeco de Drácula hay una cama tan suave, cómoda y calientita, y que en el refrigerador en el que según guarda la sangre de sus víctimas, yo guardé tantas veces las gorditas que me daba “por si el hambre” doña Lupe.
Se vive a todo dar en el parque, desde que lo remodelaron, ya casi nadie viene. En el viejo cine sólo pasan unas cuantas películas, así que me puedo sentar a mis anchas, y reírme, carcajearme o hasta gritar sin que nadie me diga nada. Ya me sé de memoria casi todas las escenas. Y lo que no aprendí antes, lo he aprendido ahora. Ah, estos amores modernos ¡Qué ingenio que tienen los muchachos! Y ¡Qué habilidad en las manos! Uno se las ve agarrando la bolsa de las palomitas y con la otra abrazando a la muchacha en cuestión, que no le diremos novia, para no comprometerla, apenas bajan las luces para que empiece la película, y ya las manos se mueven desesperadas bajo las blusas, toqueteando esos cuerpos. Esos pechitos que apenas están floreando y ya los quieren cosechar.
Esos generadores de luz o como sea que se llamen hacen harto ruido, a puro zumbar se les va la noche. Tantos insomnios que me causaron. Pero eso pasaba antes, como todo, uno se acostumbra y a veces el mentado zumbido hasta me arrulla. Yo, desde que tengo memoria he vivido aquí, siempre he sido velador, pero me fui haciendo viejo. Y los años me fueron escribiendo una historia en los ojos, que perdieron el color por completo.
Recuerdo que caían los primeros fríos de invierno, yo andaba muy enfermo de una tos mal cuidada. Ve al hospital, me decía mi cuate Pánfilo, el policía. Pero como les dije, yo siempre he vivido aquí y nunca he salido, y salir para qué, si aquí tengo todo. Doña Lupe que fue la última vendedora de antojitos, siempre me procuró la comida, ella me daba la papa y yo le cuidaba sus comales y cazuelas en las noches, nunca faltaba el maldoso queriéndose robar algo. Pero nomás abría la jaula de los perros y escuchando los ladridos, los raterillos salían volados.
De la ropa y otros menesteres, era sólo cosa de darle dinero a Pánfilo y él me traía pantalones, camisas, chamarras, a según fuera necesitando. Hasta me trajo uno que otro lujito, unos calcetines de lana y una bufanda. Ahora sí, a dormir a gusto, le dije.
Todo pasó muy rápido, de aquella gripa sencillita que era puro toser, todo se fue complicando. Se me empezaron a engarruñar las manos, tosía mucho y a veces hasta con sangre; y por más tés de yerbabuena que me daba Doña Lupe, la mentada tos no daba paso pa’ tras. De repente ya no podía hablar, nomás me la pasaba tosiendo y todo me dolía.
Era Viernes trece, bien lo recuerdo porque en donde duermo, ahí en la casa del terror, los muchachos que vinieron en el día dejaron un basural y con todo y dolores me puse a limpiar y barrer. Cuando saqué la basura, Pánfilo seguía despierto jugando con el Rufo.
Mi señora llega mañana de su pueblo, para que te laves bien las manos y estrenes tus guantes… tu perro anda raro, anda aullando re feo como si tuviera harta tristeza. Pánfilo no esperó respuesta porque cuando yo quería responderle, sólo me salían ruidos extraños, no podía hilar palabra. Se fue a descansar  y yo hice lo mismo.
Y como según dijo doña Lupe, lo mejor era no hablar para componerse más rápido. Yo nomás decía sí o no con la cabeza, porque ella tenía su carácter y si uno no le hacía caso, se la cobraba poniéndole harto chile a la comida. Las señas nomás no se me daban, Pánfilo se atacaba de la risa cuando quería decirle algo “estás bailando o qué” me decía, por eso, pasadas las semanas nos acostumbramos. Yo a escuchar y él a no preguntarme mucho.
Me fui a acostar, pero por más gabanes que me eché encima, la tos nomás no me dejaba dormir, Rufo estaba en su petate, por un lado mío; me veía con sus ojitos tristes y me daba uno que otro lengüetazo en la mano que tenía cerca de la orilla de la cama, como para animarme. Se acostó por un lado mío y lo escuché aullar despacito, hasta que yo me quedé dormido.
Cuando me desperté el Rufo ya no estaba; no me extrañó, siempre en las mañanas se iba a corretear a las palomas en el jardín. Fui a enjuagarme la cara a los baños y cuando cruzaba por el patio saludé como siempre a doña Lupe, pero ella no me vio, o tal vez andaba de malas, aunque ella por más triste o enojada que estuviera, siempre tenía su sonrisota. Su mandil floreado no hacía juego con su vestido negro y por primera vez desde que la conocí, no traía sus listones colorados en las trenzas.
Me lavé la cara a las carreras porque aunque no tenía mucha hambre a doña Lupe no le gustaba tener que recalentar la comida y siempre nos amenazaba diciendo que si la hacíamos esperar nos olvidáramos del postre; y la verdad es que esos chongos zamoranos estaban para chuparse los dedos.
Me senté en la mesa de siempre; Pánfilo no estaba, cosa rara, porque siempre llegaba temprano. Nomás de lejitos lo vi en la entrada recibiendo a unos señores vestidos con batas blancas. Él también traía cara de tristeza, vi que el Rufo paraba la trompa, miraba  raro, y después volvía a aullar.
Doña Lupe también vio a los hombres. Se soltó llorando y cruzó el patio hacia la entrada, Pánfilo la abrazó, y entonces no aguanté más. Me encaminé también a la entrada a ver qué pasaba. Cuando pasé cerca de los comales no vi mi té de cada mañana, ni tampoco la cazuela de los chilaquiles.
Los fulanos estos, se metieron a la casa del terror, ahí fue cuando de verdad me preocupé; yo había dejado todo en orden. Me paré por un lado de Pánfilo y Lupe, sin voltearlos a ver, y ellos a mí tampoco. Los hombres de blanco salieron cargando una camilla pero no pude ver lo que llevaban, porque una sábana lo tapaba todo.
El Rufo les ladraba y les enseñaba sus poquitos dientes a los hombres que cargaban la camilla, ya estaba viejo y no se llevaba con los otros perros del parque, pero para ladrar y espantar, nadie como él. Los hombres siguieron caminando con la camilla a cuestas, el sol apenas estaba pegando; casi llegando al final del patio, bajaron la camilla al piso y les preguntaron a Pánfilo y a Lupe:
-¿Alguien quiere verlo por última vez?
-Yo no –dijo Lupe, y se dejó caer sobre el hombro de Pánfilo, llorando otra vez
-Yo tengo algo que entregarle –dijo Pánfilo, y de entre su gastado chaleco de policía, sacó unos guantes de lana y los extendió hacia el cuerpo, lo descubrieron y ahí estaba.
Con la cara de angustia por la tos y los dolores de pecho, las arrugas que coleccionaban años, y la tristeza de un parque de diversiones en los ojos. Era yo.
Rufo se acercó y dio una última lamida sobre mi mejilla antes de que me taparan y me volvieran a cargar. Para llevarme a quién sabe dónde.
De eso que les cuento, hará unos diez años. Se me grabó porque nunca, en un cuarto de siglo de conocernos, había visto a Pánfilo llorar; ni cuando me contó que su niño de dos años se le moría en su casa porque no tenía dinero para internarlo en el hospital, ni para pagar doctor o medicinas. Tampoco a Doña Lupe, ni cuando su viejo prometiéndole una vida de lujos, se llevó los ahorros de toda su vida para irse al otro lado, y se lo regresaron tieso, y bien inflado por el sol del desierto.
A mi Rufo, el nuevo dueño del parque lo aventó a la calle, alegando que era un perro viejo y mugroso. No volví a ver a mi perrito, hasta que un día apareció siendo invisible, como yo.
Pánfilo habrá durado si al caso unos cinco años más, en todo ese tiempo, nunca le dieron el chaleco nuevo que siempre pidió; de la espalda pronto se le borraron las letras de policía y lo despidieron diciéndole que ya no era necesario, porque ahora iban a poner cámaras modernas. Lo malo es que las cámaras no cuentan historias, ni tampoco saben cuidar… a los dos meses robaron.
A doña Lupe la cambiaron por un restaurante que vende pollo frito y que ni de broma le llega a los chilaquiles y a los cafés de olla que ella nos cocinaba. Era su única entrada de dinero, puso su puesto por fuera del parque y le fue a todo dar, primero un local, luego otro local más grande y muchas sucursales. Por fin se le cumplió el sueño de tener su casita de dos pisos, la que su viejo le dejó tirada en el desierto.
A veces me visita, viene con sus nietecitos a la casa del terror, y siempre que ellos se espantan, los abraza y les cuenta de Don Álvaro, ese viejito miedoso que dormía en la celda de Drácula.
Así es la cosa, hay lugares en donde el miedo sólo es el reflejo de lo solos que estamos.
¿Tú tienes miedo?. Yo no, ¿verdad Rufo?
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Conozcan al niño de dos cabezas, a la mujer que tiene garras de tigre.
Pasen, pasen. Sólo hoy, veinte pesos.
F I N


12 de Agosto del 2010
Irvin Estrada