domingo, 11 de septiembre de 2011

Los guerreros del olvido

 
“Nosotros nacimos de la noche. En ella vivimos. Moriremos en ella. Pero la luz será mañana para los más, para todos aquellos que hoy lloran la noche, para quienes se niega el día, para quienes es regalo la muerte, para quienes está prohibida la vida. Para todos la luz. Para todos todo. Para nosotros el dolor y la angustia, para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros el futuro negado, para nosotros la dignidad insurrecta. Para nosotros nada”.  Manifiesto Zapatista en Náhuatl.
 
La luz de miel del atardecer empapa los rostros con su brisa, tibia; cae la tarde sobre el asfalto. Los guerreros del olvido miran el cielo, lo contemplan mientras arde al fondo de la calle. Ellos duermen al cobijo de la oscuridad, bajo los puentes; han sido marginados por una sociedad egoísta que les niega su identidad y su derecho a vivir la vida, son el rostro negado de nuestras raíces; la rebeldía, el coraje y las lágrimas que aparecen cuando la espalda no aguanta más látigos, cuando rueda por el piso el último diente que quedaba en pie, cuando aún sofocados sacan fuerza para cerrar los puños y levantarse sobre la mano opresora. Deambulan por la noche, son llevados por el viento, el olvidó los llamó los nadie, los sin nombre, son una máscara creada por el silencio y la melancolía: la contemplación eterna de una vida que se ha quedado suspendida en el tiempo. El silencio se consume en el aire tibia de la noche. Con miedo esperan el regreso del frío sudor de la madrugada, de sus bocas escapan los alientos a gasolina, las pieles desteñidas de colores metálicos brillan, los rostros son blancos, tan blancos de tanto maquillaje que nunca más deja el rostro, que no se va, que de tan claro, de repente se vuelve invisible, que junto a las quijadas adoloridas a fuerza de lanzar llamas, inflar globos y sonreír sin ganas, son ahora los vapores que se confunden con el relente, en esa oscuridad perpetua, sus rostros se han vuelto sus gritos de guerra. Sólo la noche conoce sus brazos golpeados, sus rostros: macilentos, escasos en carne y ávidos de tristeza. Corren, caminan, vuelan con el lazo de la pobreza atado bruscamente a las rodillas,  llenan de vida e historias los rincones grises y sórdidos de esta ciudad tan ausente, tan lúgubre, tan fría.
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Sobre los tersos hilos de plata va cayendo la tarde, el cabello sólo es movido por el tenue viento. Consuelo mira distraída, su mirada escarba con escrutinio el suelo. Mueve lenta y acompasadamente la pierna derecha, mira el ramo de rosas que resbaló de su mano y ahora yace en el piso; sobre su vestido cae una pequeña hoja redonda, levanta la vista y ve pasar a una pareja. Piensa en el tiempo que los separa, y en los días que se llevó un viento distante.
A la distancia la gente observa el velo blanco y los ojos color miel. Los guantes deshechos, grises, manchados por el polvo de los años. Los dientes brillan, bajo el delgado velo, en la oscuridad parcial que se crea bajo la pequeña y oxidada estructura metálica. La luz se cuela lenta, poco a poco se aproxima a su rostro, ella permanece quieta, aprieta los labios para calmar la sed; canta  para ocupar la quijada en algo y no sentir el frío del hambre. Sus ojos se han nublado viendo pasar el tiempo; impasible, sólo los cierra  cuando el sol los baña. Existe un mundo fuera de sí; dentro de su mente hay un inmenso campo de girasoles tan amarillos como los recuerdos, de rosas blancas creciendo junto a la ventana, de canarios, gorriones, golondrinas, palomas, arces, álamos, robles, mezquites; de hamacas invisibles mecidas por el silencio de la vida que se escapa, de sillas para tejer a las que ahora hombres desconocidos llegan a interrumpir su silencio, y esperan ahí hasta abordar extraños vagones.
Mira las ruedas de los autobuses aproximarse feroces sobre el asfalto, los perros esquivan los autos intentando rescatar unas migajas de pan tiradas sobre la calle; ella espera que alguno de esos extraños trenes llegue con dirección a ninguna parte. En el resquicio de la banqueta ve crecer una pequeña flor blanca, al inclinarse, las vértebras le  recuerdan que cada vez son más duras, las funestas voces del tiempo se cuelan por sus huesos, y como telúricas y convulsivas tormentas, hacen un eco de grietas sobre los huesos.
Anochece, el hotel de la calle nunca cierra. Mientras suspira, abre los labios. Espera el beso del viento, el abrazo de la noche. Quiere que la calle quede desierta, para soñarse en su mundo, en otra época, sentir el viento de su juventud: el cosquilleo que provocan los primeros roces entre las bocas. Entonces, camina, se mira en el reflejo de un escaparate de cristal, y ve su rostro aterciopelado, igual que hace treinta años, igual que aquella noche mojada de agosto en que sus besos coincidieron por última vez, en aquel lugar, en aquella lúgubre y aún modesta parada. Paula va caminando en medio de la calle, abre los brazos, la maraña plateada sale de su cabeza y flota como un gran árbol sobre el silencio insomne. Quiere desnudarse y correr; esperará a que el dorado de la mañana bese sus mejillas y su frente, que la gélida brisa llene su boca de la miel azul de sus recuerdos.
Intenta recordar, pero del recuerdo sólo quedan muchos ayeres y no se vislumbra ningún mañana. Su mirada y sus pasos se pierden cuando navega en este inmenso mar de asfalto y humo. Canta con los álamos, tiembla en silencio junto a ellos. Mira con asombro los grandes esqueletos que surgen como manos desesperadas del fondo de la tierra, silba viendo las hojas redondas que dibujan sombras fugaces en el concreto gris. Baila, sueña, respira. Sube al puente para sentir el aliento de otra vida, para recordar sus tardes en las playas, en las ciudades, las noches de verano en la casa gris. Entonces ve la vida y quisiera volver, pero al igual que la lozanía de su rostro, el tiempo borró las instrucciones para volver al principio; la humedad del recuerdo es tan efímera como la vida, y ahora queda poco: libros amarillos y borrosos de aquellas citadinas noches estivales,  mojados por el sudor exprimido de los cuerpos entre los rodillos de la pasión y la noche, en los compases que marcó el mar, cuando iba mojándolos con su vaho, cuando escurría desesperado sobre las manos, en la búsqueda de las simas de su cuerpo.
La noche galante le acaricia el cabello, la toma del brazo y la lleva a caminar entre la oscuridad infinita. El viento mece aquel vestido gris -alguna vez blanco-, el crepúsculo de amanecer dejó sus besos en las telas rasgadas. Las luces amarillas envuelven su cabello, la ciudad bufa arriba, abajo un hombre escupe una medusa de fuego que nada en el aire, que parece mirarla, que la llama. El río de luces la invita a volar, aquel mundo danza como un gran circo con sus luces de colores.
Las fábricas a lo lejos exhalan sus vapores, ennegrecen el viento. Las nubes parpadean y abren sus pupilas blanquecinas a gran velocidad. Los cables de electricidad se mecen violentados por el aire. El horizonte es rasgado por una línea blanca, la tierra retumba con estrépito. El viento llama. Sobre la gran avenida, los postes trazan una gran pista de aterrizaje. La tierra cruje, y se forman pequeños ríos en las calles. El granizo golpea el rostro.
Salta. El vestido queda atorado sobre el muro de contención, Paula abre los brazos, grita, comienza el vuelo, la última velada: ella y la noche. El cabello empapado cae sobre los ojos, las gotas de lluvia abofetean el rostro. Los brazos se balancean con lentitud, la gravedad hace que apenas rocen su cadera. Vuela como un gran ave gris que sale de las cenizas vetustas y olvidadas.
Hay un silencio que perturba, que duele, que se hace gelatinoso y flota en el aire, un silencio de esos que se pegan a la piel como la tristeza misma. Algunos perros pasan y huelen con extrañeza el cuerpo. Minutos después, los pequeños arroyos formados bajo la orilla de la acera llevarán junto a ella su viejo vestido.
“CELAYA, GTO.- Una mujer murió al resbalar la madrugada de ayer del puente vehicular situado en la avenida Irrigación. Los hechos sucedieron aproximadamente al filo de las tres de la mañana, cuando la hoy occisa cayó de la parte más alta del puente, situada casi a la altura del cruce con la Avenida Tecnológico. Según informó Sergio Guzmán Loera, trabajador de servicio médico forense en esta ciudad, se procedió a levantar el cadáver a las 6:15 am, después de que la Cruz Roja avisara que ya no podía hacer nada, puesto que el fuerte impacto contra el concreto, causó una muerte inmediata. No hubo testigos debido a la intensa lluvia que caía cuando sucedieron los trágicos hechos. Los primeros en dar reporte a las autoridades fueron un par de obreros que se dirigían a su trabajo; llama la atención que la mujer fue encontrada desnuda y con un viejo vestido de novia sobrepuesto. El cuerpo permanece sin identificar en las instalaciones del SEMEFO.”
La pequeña fotografía muestra unos pies resquebrajados por el tiempo, llenos de tierra y de olvido. Los titulares serán por demás absurdos y diversos: “Aparece cadáver con vestido de novia”, “Muerta y vestida de novia”.
Pocos sabrán entonces, que ella voló a su mundo. Que ahora mira la tarde desde el cielo,  ahora ya no espera la llegada de su amado. Están reunidos en un mundo que está muy lejos de aquí, lleno de medusas danzando por los aires en las calles, de silencios tan comunes que corresponden a tantos recuerdos, a tantas palabras, a otro tiempo, que poco a poco, al igual que el paso del tiempo, todos vamos olvidando.

1 comentario:

El Perico dijo...

Noroña es un inútil, payaso.