viernes, 25 de febrero de 2011

Absoluto Silencio

“Reaparece después de veintitrés años, fue secuestrada”

Nejdra Nance, o Carlina White, nació un 31 de agosto. En la calle caía una brisa fresca que llenaba los árboles con anuncios provisorios de la llegada del otoño. Su padre, Thomas White, esperaba hundido en la tercera silla de la segunda fila de la sala de visitantes. Mientras examinaba las posibles formas que se creaban entre los espacios de las palabras del diario, saltó a sus ojos la fotografía de Clara Nance, la escritora que había sido todo un éxito en ventas en Europa. La sección de cultura, exhibía, a toda plana, una reseña y una pequeña galería de fotos de la presentación de su ópera prima: una novela llamada “la tarde del secuestro”. Clara aparecía en el extremo inferior de la plana, sosteniendo su libro, sonriente. Su vestido de flores grises, se ondulaba en la curva de su vientre abultado. Al final de la reseña, la escritora anunciaba que su ya próxima hija llevaría por nombre Nejdra, en honor de quien la enseñó a leer: su abuela.
--
Elizabeth Kafter, conoció a Thomas White una mañana del remoto invierno de 1980, mientras mataba las horas libres de la universidad paseando por el parque; le resultó curioso ver a un hombre soplando un pequeño pastel, que sustituía las tradicionales velas de cera por pequeños y delgados cigarrillos de menta. Ella se aproximó a pedirle fuego; hablaron un par de horas; no volvió a clases ese día, comieron juntos, olvidaron el pastel en la banca del parque y fundieron sus vidas en el calor de las noches de guerras, cuyos únicos armamentos eran sus cuerpos desnudos.
La vida después, fue convulsa, a veces complicada, pero siempre feliz. Conocieron la dureza del concreto en los ladridos de sus estómagos vacíos,  aprendieron a resistir todas las mañanas donde no había café, ni tampoco cama; las mañanas en las que su único alimento eran los besos, y la esperanza de algo mejor.
La tía Carline –como la llamaron-, les dio empleo a los White en el viejo almacén de la calle 32. Su esposo, el teniente Rockefeller, había servido en Vietnam; Carline siempre lo esperó, nunca volvió a hacer una vida, sus únicos hijos fueron putativos: Thomas y Elizabeth.  
El 29 de agosto de 1987, murió la tía Carline a causa de un paro cardiaco. Los médicos dijeron que no sufrió, que sólo quedó dormida. En la sala de velación, los veteranos que combatieron al lado del viejo teniente Rockefeller la recordaban en sus años de juventud. Carline Pompozzi era originaria de Italia, llegó a Norteamérica en la década de los cincuentas, y desde aquella tarde de  nubes doradas en que zarpó, sus padres jamás volvieron a saber nada de ella.
Los White sólo tenían la pequeña cama en el ático del almacén, y un pequeño fondo de ahorro que Carline prometió.  Los veteranos marcharon aquella tarde como las nubes al caer el sol; el féretro fue enterrado en absoluto silencio, roto en instantes con las lágrimas de los White rompiendo  la tierra.
Al final, sólo quedó un hombre de cabello canoso y de acento italiano. Se presentó como el abogado de Carline Pompozzi, dijo necesitar unas firmas para poder validar el testamento. El almacén y la casona de la calle 32, ahora eran propiedad de los White. El almacén dejó de ser el “almacén 32”, lo rebautizaron como “almacen Carlozzi”, lo cual, era un juego de palabras hecho con el nombre de Carline y el apellido Pompozzi.
--
Clara Nance, pagó por adelantado los $5,000 dólares que había acordado dar al policía alcohólico extrabajador del hospital de Harlem. Le dio $2,000 extras para que se largara del país, y no se pudiera sospechar nada al respecto. Ese día, almorzó, como siempre los panes tostados con mantequilla de maní, el jugo de naranja que venía en una caja idéntica a la de la leche y que además, en la parte trasera, tenía fotos de niños desaparecidos. Clara ignoró por completo el detalle. Caminó a su estudio y terminó el capítulo final de su novela. Escribió al editor, avisando que le enviaría el legajo de hojas por correo, ya que tendría que salir del país los próximos dos meses.
Se probó el vestido rosa, revisó que la cofia estuviera dentro de la pequeña bolsa de mano, junto con el par de zapatillas blancas y el cubrebocas. Tomó un taxi, pidió que se le dejara en la calle 29, revisó la falsa identificación que la acreditaba como trabajadora de limpieza. Y echó a andar entre los vientos tristes de la mañana. Entró por la puerta trasera, vestida de civil; tuvo la precaución de llevar un pañuelo y fingir que tosía para despistar las cámaras de seguridad. Se vistió de enfermera en el cuarto de escobas.
--
Lo último que vio Elizabeth antes de entrar al quirófano, fueron las manos de Thomas soltándose con lentitud de las suyas. Desde pequeña había tenido siempre pavor por los hospitales, y cerró los ojos antes de cruzar la puerta de la sala de cirugías. La anestesia le hizo olvidar lo demás, escuchó con vaguedad los sollozos de la pequeña Carline. Habrían de pasar veintisiete veranos y muchos agostos para que sus cuerpos volvieran a encontrarse. 


Irvin Estrada

No hay comentarios: